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miércoles, 30 de enero de 2013

El Estado-bicicleta


Una de las funciones que debe desempeñar un estado moderno es la de redistribuir la riqueza del país. Por infinidad de causas, la diferencia entre el grado de riqueza que generan unas personas y otras es muy elevado. Si el Estado no interviniera, se produciría un proceso de darwinismo social –lo más parecido a la ley de la selva-, que daría lugar a que muchas personas, sencillamente, no lograrían sobrevivir.

El Estado funciona como un inmenso vehículo a pedales: cada ciudadano pedalea según sus fuerzas, y la suma de todos esos esfuerzos hace que el vehículo avance. En consecuencia, la velocidad del vehículo dependerá de tres factores: a) el número de personas que pedalean, en relación con el número de las que no pedalean; b) el esfuerzo de los que pedalean; y c) la eficiencia de la propia bicicleta.

Desde este enfoque, no puede extrañarnos que la bicicleta de España sea incapaz de remontar la pendiente de la crisis internacional. No es sólo que cada vez son menos los que pedalean y más los que no mueven las piernas; sino que, además, el entusiasmo con que los primeros va menguando mes a mes.

Pero quizá el principal problema esté en el propio diseño de la bicicleta. Los ingenieros políticos dibujaron los planos en la Transición, y los artesanos políticos han construido poco a poco un engendro muy vistoso, pero muy poco eficiente. Tenemos un Estado-bicicleta de mármol, con muchas luces, que absorben mucha energía;  con infinidad de banderolas que chocan contra el viento; con diecisiete manillares; con engranajes mal ajustados; y con la cadena floja.

Y a los que dirigen el conjunto, lejos de reformar por completo este inútil artilugio, sólo se les ocurre usar el látigo para intentar que los pocos que aún pedalean se esfuercen más. No es de extrañar que cada vez más gente se baje. No es de extrañar que nos vayamos quedando rezagados en el pelotón europeo.

viernes, 25 de enero de 2013

Por favor: molesten


Ayer, Carlos Martínez Gorriarán, diputado nacional de Unión Progreso y Democracia, charlaba con los afiliados de Zaragoza, y analizaba la situación política de España, y lo que yo llamaría la “situación patética” de los representantes políticos.

Es llamativo cómo gran número de diputados del Congreso –de unos y otros partidos- reconocen en privado la oportunidad y la necesidad de muchas de las propuestas de UPyD. Es llamativo porque a la hora de la verdad, votan contra ellas. ¿Son corruptos? ¿acaso padecen esquizofrenia?

No. Sencillamente, no quieren molestar a nadie. Los partidos tradicionales, bien instalados en el chiringuito que ellos mismos han construido, hacen toda clase de malabarismos dialécticos y legislativos con tal de no molestar, y no perder ni un voto. Casi todos saben lo que habría que hacer; lo que es imprescindible hacer. Pero son conscientes de que mucha gente se molestaría si se hiciera. Viven pendientes de la posible reacción de los sindicatos, de la patronal, de la Iglesia, de la banca, de los ecologistas, los feministas, los sectores profesionales, y del orfeón donostiarra; y les aterra molestar. Cualquier cambio estructural perjudicará los intereses –o las mamandurrias- de alguien. Y así los grandes cambios necesarios se van aplazando o paralizando, a la espera de que sean otros los que asuman el coste electoral.

En España hacen falta dirigentes políticos que tengan buenas ideas para el país, y que tengan valor para aplicarlas. Hay demasiadas estructuras parasitarias consumiendo este viejo organismo nacional, y es totalmente imposible regenerarlo sin molestar a todas esas estructuras. Precisamente, se trata de eso: de sanear España, librándola del exceso de organizaciones, corporativismos y clientelismos que le chupan la sangre, y que están poniendo en serio peligro la continuidad de la democracia.

Señores políticos: por favor, molesten.

miércoles, 23 de enero de 2013

Que se mueran los viejos


El ministro de Finanzas de Japón, Taro Aso, ha pedido a los ancianos japoneses que se den prisa en morir, para que el estado del Sol Naciente pueda ahorrarse el altísimo coste de su atención sanitaria.

Sorprende que la noticia venga del un país que tiene fama de venerar a sus ancianos. Pero, al parecer, eso de “la pela es la pela” está más extendido de lo que podíamos creer. Y también es cierto que la economía japonesa (y la europea) va a tener muchas dificultades para mantener el equilibrio entre una esperanza de vida cada vez más alta y una tasa de natalidad cada vez más raquítica.

Pero lo que me aterroriza es pensar que la noticia puede estar circulando por los despachos del ministerio del señor Montoro. Me imagino al pobre hombre, compungido, mirando sus enormes tijeras, y sin saber ya de dónde recortar. Y entonces los japoneses le regalan la gran idea: ¿Por qué no recortar la esperanza de vida? ¿Por qué dejar que la caprichosa Naturaleza decida cuando termina el ciclo vital de los ciudadanos? Si tenemos regulada la edad para poder beber alcohol, para entrar o no en prisión, para entrar a un casino, y para jubilarse, ¿por qué no regular por ley la edad para morirse? O bien ¿por qué no establecer un nuevo impuesto, que se iría incrementando en cada cumpleaños, a partir de los 65?

Sería un inesperado final para la larga evolución de los estados. Nacieron para ponerse al servicio del pueblo, para garantizar su libertad y su seguridad. Llevan décadas engordando sus estructuras, insaciables, exprimiendo cada vez un poco más a los ciudadanos. La implantación de una edad obligatoria para morirse supondría el paso definitivo, el final del trayecto hacia unas sociedades en las que los ciudadanos nacieran con el único fin de mantener al Estado.

lunes, 21 de enero de 2013

Silencio culpable (II)


En la España de Franco no se hablaba de política. En su lugar la gente podía encauzar sus anhelos y sus emociones a través de dos grandes canales: la religión y el fútbol. En 1978 los españoles llegaron a la democracia, pero la democracia no llegó a los españoles. Treinta y cinco años después la política se sigue empapada de esos dos componentes. Los nacionalismos funcionan como religiones; y la rivalidad partidista funciona como el fútbol.

Por otra parte, la corrupción empapa una sociedad que lleva en sus genes a Rinconete y Cortadillo. Con frecuencia lo único que diferencia al gran mangante del pequeño tramposo es que uno y otro no tienen las mismas ocasiones de llevarse su tajada.

Para completar el montaje del país de Trincaloquepuedas, el silencio cómplice se ocupa de amortiguar la realidad. Silencio entre iguales. En el instituto nadie se chiva del que copia el examen. En el trabajo nadie delata al que no da palo al agua. En los partidos políticos nadie denuncia al corrupto que defiende las mismas siglas. Los militantes del PSOE claman ahora contra la corrupción en el PP, igual que los del PP claman contra la corrupción en el PSOE. Pero nunca nadie ha dicho nada contra la corrupción en su propio partido.

Es el toque futbolístico. La afición se pone en pie aullando con el menor empujón de un jugados del equipo contrario a uno de los suyos. Pero permanece en silencio cuando uno de los suyos le da una patada en el tobillo a un contrario.

Ante lo que se está sabiendo sobre el caso Barcenas los militantes del PP tendrían que haber salido los primeros para exigir a la direción de su partido que explique qué ha pasado. Que aclare si se entregaron sobres con dinero negro a altos cargos. Que se sepa qué altos cargos cobraron. Que se expulse del partido a todos los que hayan podido participar en el asunto. Los militantes del PP honrados deberían hacer esto inmediatamente, o bien darse de baja del partido. En caso contrario estarán respaldando la corrupción. En este caso –y en los casos que afectan a otros partidos- el silencio no es sólo cómplice: es culpable.

viernes, 18 de enero de 2013

Carta de un español honrado a un político corrupto


Corrupto señor ministro, consejero, director general, o lo que sea:

Me he enterado de que usted ha falsificado las cuentas públicas, que ha colocado a sus amiguetes, que ha amañado subvenciones, y que se ha quedado con el dinero de mis impuestos. Por todo ello me dirijo a usted para exigirle su inmediata dimisión, y que abandone España para siempre.

Soy un honrado ciudadano que ha tenido que abrirse camino en la vida sin ayuda de nadie. De adolescente se me daban muy mal las matemáticas, y me vi obligado a copiar en el examen para poder aprobar el bachillerato. Pocos años después me libré de la mili gracias a un coronel médico que era cuñado de mi tío Serafín. Pero no me quedé cruzado de brazos en casa, el padre de mi amigo Joaquín, que era concejal. me colocó de administrativo en la empresa que hace la limpieza de la ciudad.

Mi vida no ha sido fácil. Tengo un hijo deportista, y muchas veces he tenido que inventarme dolores de espalda para pedir la baja y poder acompañarle a sus competiciones fuera de la ciudad. Llevo 20 años trabajando dos horas por las tardes llevando la doble contabilidad de un taller, lo que me ha permitido adquirir la casa unifamiliar en la que vivimos, ya que me pagan en negro.

Soy una persona sensible, que ayuda a los inmigrantes: una mujer ecuatoriana ayuda a mi mujer en las tareas de la casa; un senegalés cuida mi jardín, y un colombiano se encarga del mantenimiento. Ninguno de ellos tiene permiso de residencia, y si no fuera por mí, habrían tenido que volverse a su país.

Soy austero y ahorrador. Los medicamentos que necesitamos en casa los consigue mi suegra con su tarjeta de pensionista, gracias a la amabilidad de su médico, don Alejandro. Como mi mujer trabaja en un hotel de lujo, hace más de 15 años que no compramos toallas, ropa de cama, ni cubiertos, ni vajilla. La gasolina de mi coche la cargo a nombre de la empresa. En una palabra: soy un español normal y corriente, que vive como todos los españoles, honradamente.

Por eso le exijo que dimita y se vaya de España. Porque los españoles honrados como yo no nos merecemos políticos como usted.

Atentamente: Un español honrado.

jueves, 17 de enero de 2013

Silencio culpable (I)


El caso de los millones en Suiza del ex-tesorero del PP, Luis Bárcenas salta a la actualidad tapando el caso Pallerols, que apareció tapando el caso de los ERE de Andalucía, que hizo sombra al caso Gürtel.

¿Qué pasa en España? ¿Somos una sociedad corrupta, que produce políticos corruptos? ¿o somos una sociedad limpia, con un sistema de partidos que favorece la corrupción?

Yo me temo que las dos cosas al mismo tiempo. La Constitución dotó a los partidos políticos de un protagonismo absoluto, convirtiéndolos en tutores de la libertad y la soberanía de los ciudadanos. Se convirtieron en empresas endogámicas más preocupadas por el marketing que por la calidad del producto, Empresas sin accionistas, que obtienen su capital directamente de los impuestos, y que sólo rinden cuentas cada cuatro años en campañas electorales entre música y mentiras.

Los partidos se han convertido en estructuras burocráticas cuyo primer objetivo es conseguir y mantener el poder, El segundo objetivo es proporcionar medios de vida a sus afiliados y simpatizantes, repartiendo cargos, subvenciones, ayudas y prebendas. En tercer lugar intentan cambiar la sociedad para adecuarla a los dogmas de su ideología. Y ya por último se interesan por el progreso del país y el bien común.

Todos los partidos están pringados, de manera proporcional a la cuota de poder que han alcanzado. Es inverosímil que todos los casos de corrupción conocidos se han destapado por la intervención de algún juez o de algún periódico, casi siempre originadas porque alguien resentido se ha ido de la lengua. Es increíble que ni uno solo de estos casos haya sido denunciado por el propio partido. Es imposible que nadie en los órganos directivos de los partidos se haya enterado nunca de ninguna irregularidad.

Ahora dice Esperanza Aguirre que nadie debería desempeñar un cargo público sin haber trabajado antes en algo fuera de la política. Bienvenida, señora Aguirre. Una idea del más elemental sentido común. Tanto, que UPyD lo establece en sus estatutos como obligatorio para sus propios cargos públicos.

martes, 15 de enero de 2013

Paranoia


Hace unos días, en una entrevista en RNE,le preguntaron a Albert Boadella qué titulo le pondría a una obra sobre la situación en Cataluña. El veterano director teatral respondió con una sola palabra: “Paranoia”.
La paranoia es un trastorno mental en la que el individuo sufre ideas delirantes, que pueden incluir que se sienta amenazado, y perciba toda clase de peligros y conspiraciones contra él. Puede ser un trastorno grave, que puede llevar al enfermo al aislamiento, debido a que las personas de su entorno terminan alejándose de él. Afortunadamente, la enfermedad no es contagiosa el sujeto sólo percibe peligros para sí mismo; lo que no supone amenza alguna para los demás..

Caso diferente es el de la “paranoia social” –a la que se refería Boadella-. En este caso, los delirios y las amenazas imaginarios no van dirigidas contra un individuo concreto –el enfermo-, sino contra un grupo determinado. Las personas afectadas por la paranoia social tratan de convencer a los demás miembros de su grupo de que los delirios son reales. Su insistencia, y la convicción con la que describe las amenazas –que en su mente aparecen como totalmente ciertas- puede sembrar fácilmente la duda en la mentes -en principio, sanas- de otras personas: ¿Y si tuviera razón? ¿y si sus temores fueran ciertos? ¿y si nos quisieran destruir? ¿y si fuera más listo que yo, y por eso no me he dado cuenta?

Paranoia social. Un gusano sutil e insidioso que va taladrando poco a poco el cerebro de mucha gente. En Cataluña se observan los efectos de largos años de acción cosntante, y es posible que los efectos sean ya irreversibles. Pero el enfermizo gusano está presente en muchos otros lugares, en Aragón también. Por el bien de la salud mental colectiva, convendría que todos supiéramos identificar a los propagadores como lo que son: personas que deliran y creen vivir en un mundo que no existe.

viernes, 4 de enero de 2013

Ubundu


Ubundu era un joven que vivía en una choza de una pequeña aldea africana, con su hermano mayor Bangoro. Era un muchacho tímido y apocado, y mostraba poco interés por seguir las costumbres de la tribu.
Su hermano mayor hacía todo lo posible para evitar que los demás miembros del poblado se dieran cuenta de que Ubundu era diferente. Salía muy temprano a cazar, y siempre volvía con dos piezas: la suya y la de Ubundu.
Como Ubundu era poco diestro, Bangoro era el que se encargaba de hacer fuego, de despellejar las piezas cazadas, y de preparar las tortas de cereal de las que se alimentaban.
Ubundo pasaba los días sin tener ninguna ocupación, paseando por los alrededores de la aldea, o sentado en un rincón de la choza, sumido en sus pensamientos. Así pasaron muchos años sin que los vecinos de la aldea notaran nada especial en Ubundu.
Un día sonaron los tambores de alarma en todo el poblado. Una partida de guerreros irrumpieron entre grandes alaridos, incendiaron varias chozas, y se llevaron a algunos hombres y mujeres jóvenes para que les sirvieran como esclavos. Ubundu se libró porque no se movió de su rincón en la choza, pero su hermano Bangoro fue hecho prisionero.
Entonces Ubundu quedó completamente desamparado. No sabía cazar ni preparar alimentos. No sabía hacer fuego ni reparar los desperfectos de la cabaña. Tampoco había aprendido las danzas rituales, ni sabía tomar parte en las ceremonias de la tribu.
El Consejo de la tribu, que creía que Ubundu era un joven como los demás, se reunió para decidir sobre su caso. Unos pensaban que Ubundo despreciaba sus costumbres. Otros que era un perezoso que quería vivir a su costa. Otros defendían que estaba ofendiendo gravemente a los dioses.
El Consejo decidió expulsar al joven del poblado, y Ubundu se perdió en la jungla, maldiciendo a su hermano por no haberle enseñado a valerse por sí mismo.